LA PRISIÓN DE LOS SENTIMIENTOS. PRÓLOGO Y NOTICIAS

 Es la primera vez que hablo de mí en el blog. O sea, siempre he escrito acerca de otros libros o autores (ya sabéis todos quién no falta nunca), y también hacía chascarrillos sobre mi vida, ahora que lo pienso, pero todavía no he hecho una publicación en la que hable expresamente de mi trabajo. Y estoy nervioso. Un poco. Por un lado, pienso que quién soy yo, a qué vienen semejantes ínfulas para considerar que la gente espera que dé noticias por aquí. Por otro lado, soy un flipado y creo que va a ser un éxito. Y, mientras dejamos que mi cabeza discuta con ella misma entre estas dos vertientes tan contrapuestas como falsas, pasemos a hablar de lo interesante.


El 12 de enero terminé la escritura del tercer libro de la Trilogía de la Gente Rota. Sí, por fin. Ahora solo me queda revisarla, revisarla, volverme loco, revisarla, revisarla, volverme loco, revisarla, revisarla... Así hasta que me quede conforme o acabe tan hasta los huevos que la publique solo para dejar de leerla una y otra vez. Seguro que ocurre la segunda opción.

Aquí, en primicia, os comunico que la obra que pondrá el broche a las aventuras de Shajya se llamará: LA PRISIÓN DE LOS SENTIMIENTOS. Cinco palabras. Cuando lo entendáis, seguro que os hace gracia.

Y hablando en serio: No puedo dar una fecha exacta de publicación, pero espero que vea la luz antes del verano. Durante la primavera. Iré informando en mis redes sociales del proceso. Sí que puedo decir que el manuscrito ya lleva un par de revisiones completas. Está engordando. Come como una lima. El día 12 de enero contaba con 126.000 palabras. Ahora, a fecha de 16 de febrero, ya está a punto de alcanzar las 130.000.

Han sido muchos los lectores que me han dicho que aprecian un gran salto cualitativo entre El Deseo del Miedo y La Senda del Tormento. Yo coincido con ellos. La experiencia adquirida (además de mi obsesión por revisar, revisar y volver a revisar) se notó. Creo que he conseguido dar otro salto en este tercer libro. Sobre todo en cuanto a ritmo y manejo de las tramas. Pero ya me contaréis.


En otro orden de cosas, EL DESEO DEL MIEDO, la primera parte de la trilogía, está gratis en su versión digital de forma permanente. En una decisión que he tomado tras intensas reuniones con mi equipo de trabajo. Arduas horas, mientras nos devanábamos los sesos en busca de lo mejor para mis lectores, y, sobre todo, para mí mismo. Tras estos grandes esfuerzos, llegamos a la conclusión, por cuestiones de marketing y mercadotecnia, que lo ideal era facilitar lo máximo posible la entrada a este universo.

En resumen: pa´que la lea más gente. Y yo no tengo ningún equipo. Bueno, el Madrid. Pero de trabajo, ninguno. Si es que pongo unas tonterías para rellenar...

En fin, el libro está GRATIS (lo pongo en mayúsculas para llamar la atención) tanto en Amazon como en Kobo. Si pincháis en los enlaces, os lleva directamente. No es necesario que tengáis un Kindle o cualquier otro tipo de e-reader. Con un móvil, tablet o PC podéis leer el libro perfectamente.


Un par de regalos que os voy a hacer a los que hayáis leído hasta aquí. A continuación os voy a dejar dos capítulos de La Prisión de los Sentimientos. El primero de ellos es el prólogo y NO contiene spoilers de los otros dos libros. Así que, si os apetece ver cómo escribo (os prometo que no me enrollo tanto ni digo tonterías, o eso creo), adelante. Sois libres de criticarme o incluso alabarme.

El segundo de los capítulos SÍ tiene spoilers. Y bien gordos. Es un capítulo homenaje a este mismo blog, pues comparten nombre. Transcurre en una posada muy conocida de la ciudad de Boten.


Un saludo a todos.

 

PRÓLOGO


Érase una vez, en una tierra próspera y lejana…

Tachó lo que había escrito. Se le notaba cierta frustración. Clavó la punta de su pluma en el pergamino hasta casi agujerearlo. Tras ello, lo agarró y lo rompió.

¿Por qué todas las historias empezaban igual? ¿Acaso no podía ser él más original?

Ella merecía más. Ella debía pasar a la inmortalidad en una historia acorde a su figura. Aunque fuera descrita por alguien tan malo como él. Ni siquiera en miles de años sería capaz de obtener una habilidad que le hiciera justicia. Sin embargo, lo podía intentar.

Nunca había sido buen escritor, pero sí que era un buen narrador.

—¡Zusco! —Llamó a su ayudante, asomándose a las escaleras.— ¿Puedes venir?

—Sí, maestro —dijo una suave voz que tan apenas era perceptible.

En poco rato se escucharon pisadas en los escalones de mármol. Cada vez eran más sonoras hasta que Zusco completó el ascenso.

—¿Para qué me requiere, maestro? —dijo Zusco mientras entraba a la habitación.

Era un hombre enjuto y calvo. Iba vestido con una túnica gris demasiado ancha para él. Sus ojos eran del color del chocolate. Su pose era sumisa. Juntó sus manos y estuvo a punto de inclinarse para hacer una reverencia. Lo hubiera hecho si no recordase que a su maestro no le gustaba nada ese trato.

—Siéntate ahí —le dijo, señalando una silla. Ahí había estado escribiendo, con muy poco éxito.— Quiero que recojas lo que te voy a dictar.

—¿Puedo saber de qué se trata? —preguntó a la vez que tomaba asiento.

—Voy a contar una historia. Voy a hablar de… de ella.

Su voz se rompió cuando dijo «ella». Como si sus cuerdas vocales se hubieran destensado. Zusco abrió mucho los ojos y dejó caer la pluma de su mano. La cogió con rapidez, antes de que su maestro pudiera reprenderle. No le agradaban nada las reacciones de sorpresa cuando mencionaba a «ella».

—¿Qué pasa? —dijo el maestro con un toque amargo en la voz—. ¿Te sorprende?

—No, no, maestro. Para nada. Solo es que estoy… excitado. Sí, excitado por conocer más acerca de su persona. ¿Va a contarlo todo?

—No lo sé. No creo que el día tenga horas para poder describirla con precisión. Supongo que necesitaré varias versiones. No sería justo que me quedara con la primera que saliera.

—Entiendo, maestro. Ya sabe que mi disponibilidad para usted es máxima.

—Te lo agradezco, Zusco. Debes saber que no es algo fácil para mí. Perdona si doy rodeos o si estoy hablando durante un rato y luego te pido que taches todo.

Zusco no respondió. Mojaba su pluma en el tintero. La sacó de él y una gota negra cayó sobre la madera caoba de la mesa. La limpió. Se preparó, pluma en ristre.

Su maestro sopesaba cómo empezar. Pareció que lo tuvo claro, porque habló. Con una voz vaga y triste, como si se estuviera escuchando de fondo, a través de una pared. Era la voz de la nostalgia, de un hombre triste. De alguien que sabe que lo único que le queda son los recuerdos.

—Ella. Sí, ella era como la primavera. No, borra eso. Pero no escribas “No, borra eso”. No formaba parte de lo que quería decir.

Zusco hizo un trazo con la punta de su pluma, cubriendo con una línea negra lo poco que había escrito.

El maestro suspiró, resignado. Se rascó la cabeza y anduvo por la habitación. Con la vista posada en la alfombra de terciopelo rojo.

—¿A quién quiero engañar? No… No soy capaz de describirla. No, no soy digno de ella.

—Maestro.

—¿Sí, Zusco?

—¿No ha pensado…? ¿No ha pensado usted alguna vez que quizás la sobrevalore? ¿Que no sea tan perfecta como usted la recuerda?

Un frío gélido recorrió la espalda del maestro. Tan helador que casi llegó a transmitirse a la habitación. La mano de Zusco tembló; era consciente de que podía haber metido la pata. La rabia se abría paso a través de la sangre del maestro; tuvo que contenerse. Respiró hondo, mientras seguía con la vista clavada en la alfombra. Luego, levantó la cabeza y observó la coronilla de Zusco; ni siquiera se atrevía a girarse para mirarle.

—¿Acaso tú la llegaste a conocer, Zusco? —dijo en un susurro que rompió el silencio de la habitación.

—No, maestro. Yo no la conocí. Pero…

—¿Qué? ¿Cuál es ese pero?

—No existe nadie tan…

—¿Tan qué?

—Tan maravilloso.

El maestro saboreó esas palabras durante un breve instante.

—Pues claro que no existe. Porque ella está muerta —sentenció con un ligero tono de amargura en la voz.

En su interior, esa amargura al recitar la frase fue mucho más intensa. Lo golpeó. Como si quisiera agarrarle los pulmones y dejarlo sin aire.

—Quizás deba empezar a hablar de mí. Copia, por favor, lo siguiente que voy a decir: Yo era un hombre sin expectativas. No, ni siquiera era un hombre. Era… Bueno, tampoco era un niño. Era otra cosa. Hasta que la conocí a ella. Entonces, yo… No. ¿Para qué voy a hablar de mí? No merece la pena. Táchalo, Zusco.

Obedeció.

—Si quiere, lo podemos dejar para otro día, maestro. No es necesario que sea hoy. Mejor cuando tenga en orden sus pensamientos.

—No, ha de ser hoy. Necesito librarme de esta carga. Necesito… O sea, ella merece… Porque...

Zusco se mantenía firme, sin interrumpir las divagaciones de su maestro. Este último emitió otro suspiro de resignación antes de hablar:

—Mira, no sé por qué quiero hablar de ella hoy. Tampoco sé si hago bien en hacerlo. Pero lo voy a hacer. Venga, esta va a ser la definitiva. ¿Estás listo?

Zusco murmuró una afirmación. El maestro empezó a hablar y la pluma se deslizó.


Han sido muchos los años. Demasiados. Todos ellos llenos de cavilaciones. Con palabras que circulaban por mi cabeza dispuestas a salir a la luz. Dispuestas a hacer honor a su figura. Ninguna persona que lea esto va a saber de quién hablo. Por ello, por mucho que me esfuerce, jamás os podré hacer entender qué era ella. Porque no era una persona en el más estricto sentido de la palabra. Al menos, para mí no lo era. Era como la primavera que pone punto y final al frío invierno; hacía florecer todo lo que había a su alrededor. El sol brillaba con más fuerza, todo era precioso a los ojos de la persona que está contando esta historia.

Cuando sonreía, perdón, cuando me sonreía, el mundo se paralizaba. Era como si detuviera el tiempo. Como si me quedara congelado viendo sus perfectos dientes blancos. Los hoyuelos que se formaban en su cara, sus ojos azules brillantes, que ilusionados por mí (o eso me gusta pensar) transmitían alegría. Una alegría que calentaba hasta el lugar más recóndito de mi ser.

En ese momento, yo era feliz. Así se puede resumir lo que me hacía sentir. Quizás penséis que es un mal resumen, que es demasiado escueto o vulgar. “Feliz” es una palabra muy común, pero encierra muchas cosas. Todos persiguen la felicidad, aunque no son capaces de definirla con claridad; es algo abstracto, complejo. Provoca debates enconados. Nadie parece ponerse de acuerdo para definir su naturaleza. Lo que se sabe con seguridad es que, por desgracia, no se puede retener. Aunque es lo que más anhelamos. Y es que, queridos oyentes o lectores, la descripción de la felicidad es la que se ajusta a la perfección para hablar de ella.

Era lo que más quería. Mi mayor deseo: que permaneciera conmigo para siempre. Fue un imposible. Como suelen serlo todos nuestros deseos más poderosos. Se escurrió entre mis dedos. Se evaporó como el agua de un cuenco dejado al sol sofocante de un mediodía veraniego. Fue doloroso como la muerte de quien más quieres. Y eso fue lo que sucedió. Murió la persona que más quería: Ella. Mi esposa. Jamás podré volverla a ver.

Puede que a estas alturas estéis pensando que esto es solo una lacrimógena carta. Una manera de desahogarme del dolor que me corroe. Que no es tan excepcional, que muchos se han visto en mi misma tesitura y han salido hacia delante. Que quizás me pueda consolar creyendo que en un futuro me reencontraré con ella en la otra vida. Os puedo asegurar con rotundidad que para mí no habrá otra vida. Tendré que cargar con esta pena toda la eternidad.

Nunca me volverá a sonreír. No oiré el musical tono de su voz. No podré hacerla reír otra vez. Vivo en un invierno que no se termina, pues ha muerto mi primavera.


—Creo que por hoy es suficiente, Zusco.

Su voz fue un susurro. Sentía un nudo en la garganta que le impedía elevar el volumen.

—De acuerdo, maestro.

—Retírate, por favor.

Zusco se levantó. Secó la pluma en un pañuelo blanco impoluto que pasó a estar manchado de negro y se dispuso a enrollar el pergamino.

—Vete ya. Recojo yo las cosas.

Zusco posó la pluma en la mesa. Se dirigió hacia la puerta, algo cabizbajo. No se atrevía a mirar a su maestro a los ojos. No quería ver aquello que podía encontrar allí.

—Maestro —dijo justo cuando estaba en el umbral.

—¿Sí?

—Si… Si necesita hablar, ¿sabe que puede contar conmigo? Al margen de poner por escrito aquello que siente, podemos tener una conversación.

Se hicieron unos segundos de silencio. Zusco estaba detenido bajo el marco de la puerta. Sin mirar atrás. No sabía por qué su profesor se estaba demorando tanto en responder.

—Gracias, Zusco.

Regresó un pesado silencio que parecía ser capaz de hundir los hombros de Zusco. Decidió acabar con su sensación de agobio, marchándose y cerrando la puerta. Bajó las escaleras. Los primeros escalones con prisa, como si quisiera huir de aquel ambiente. Era como una podredumbre. El resto de escalones los bajó despacio, tras exhalar el aire que contenían sus pulmones en una clara señal de alivio.


Había un hombre llorando. Dentro de la habitación, como se puede imaginar. Aquel hombre tan anciano sollozaba como un bebé. Como un niño que se ha raspado una rodilla al caerse, y al ver la sangre, cree que acaba de herirse de gravedad. Pero, a diferencia de aquel ingenuo niño, él sabía que esa herida era grave de verdad. Le desgarraba sus entrañas. Lo aferraba y lo aprisionaba.

«Para siempre. Esto va a ser así para siempre».

Eso fue lo que pensó mientras las lágrimas caían por sus mejillas y destrozaban el pergamino que había escrito su pupilo. La tinta se estaba corriendo. Él había empezado a leer la historia. Su historia. Hasta que las lágrimas bañaron sus ojos y su visión quedó borrosa. Entonces apretó los dientes con rabia para contener un lamento. Un grito que dejara entrever su dolor.

¿Lo peor de todo? El texto era una mierda.

O así lo veía él en su incapacidad de florecer. Porque antes se había equivocado. Ella no era como la primavera. O al menos, no solo como ella. Era como la luz que ahuyenta la oscuridad. Capaz de cambiar el mundo.

Para él. Esto hay que recalcarlo. Porque la verdad era que la sobrevaloraba y a la vez no. Ella no era capaz de hacer casi nada. Era alguien común y corriente. Salvo porque conocía un truco de magia. El más poderoso de todos, eso sí. Como un trilero que te enseña la bola en una mano antes de pasársela a la otra. No cambiaba el mundo, eso solo eran patrañas. Pero tenía la capacidad de engañarle. Era capaz de hacerle ver el mundo de otro modo. Aunque no lo fuera.

Es la mejor mentira que puedes creer. Si alguna vez alguien es capaz de realizar semejante hazaña, no dejes que se marche de tu vida.

Te podría pasar como al mago Timantte. Quien se secó las lágrimas con la manga antes de agarrar el pergamino y estrujarlo. Lo apretó con tanta fuerza que parecía que este era el culpable de su desgracia. Lo tiró contra el suelo y lo pisó. Ya no era rabia, sino desprecio. Los estados de ánimo pasaban con rapidez por su interior porque enseguida volvió a llegar la tristeza cuando, de nuevo, pensó:

«Para siempre. Esto va a ser así para siempre».

 


Y ahora, los spoilers, seguid leyendo, pero no me lo reprochéis. El que avisa no es traidor.

 

 

LA LANGOSTA ROJA



—Y entonces el soldado sureño se giró hacia mí. Era una bestia gigante con ocho líneas azules pintadas debajo de cada ojo. Lo que indicaba que era el soldado más fuerte de todo el Reino del Sur.

El narrador de la historia hizo una pausa dramática. Un grito de asombro recorrió la taberna. Todos estaban expectantes mientras guardaban silencio. Lo único que lo rompía era la sonora chupada que le daba un viejo desdentado a su pipa, y el sonido que hacía el camarero de “La Langosta Roja” con su trapo al limpiar un vaso.

La gente se impacientaba, querían saber qué sucedía a continuación. Sin embargo, el soldado de la guardia que tenía la cara cubierta de cicatrices proseguía en silencio. Se llevó el vaso a la boca, al posarlo en sus labios hizo una mueca de desagrado. Agitó su copa para dar a entender que estaba vacía. Raudo, un hombre que sufría espasmos cada dos minutos se levantó de su silla y observó al camarero:

—¡Eh! Una copa de…

Miró hacia el soldado.

—De vino tinto, gracias.

El camarero de la taberna, sin decir nada, se dispuso a utilizar el mismo vaso que acababa de limpiar. Cogió una botella del vino más barato (y también malo a la vez que aguado) que había en el local.

Todo persistía en silencio. Salvo por las rutinarias chupadas de aquel anciano a su pipa y el gorgoteo del vino al caer en el interior de la copa. Cuando el líquido llegó a la mitad, apartó la botella con firmeza y colocó el corcho.

Luego, con una pronunciada cojera, se dirigió a llevar el vino al que estaba amenizando aquella noche. Al que contaba mentiras, para ser francos.

El camarero se la posó en las manos y el soldado, sin ni siquiera mirarle o darle las gracias, siguió narrando para deleite de su público.

—Y aquí viene la mejor parte: cuando fui a sacar la espada de la funda, para mi desgracia, comprobé que se había quedado enganchada. Por mucho que tiraba no lograba que saliera.

Los murmullos se desataron. El camarero tuvo que contener un suspiro de exasperación.

—El sureño escupía sangre por la boca mezclada con espuma. Nunca había visto nada igual. Sus ojos, cuyas pupilas eran blancas como un puñado de sal, estaban enloquecidos. Parecía que se iban a salir de sus órbitas. Levantó su hacha y yo estaba indefenso.

Otra oleada de murmullos. Alguno de los presentes estaba tan rígido que de un golpe podían hacerlo añicos.

«¿Un hacha?», pensó el camarero. «¿Desde cuándo los sureños usan hachas?».

Ese detalle no le importaba a nadie. O lo desconocían tal vez, porque nadie hizo ningún comentario. Esperaron con una mezcla de respeto, temor y nervios a que el soldado diera un largo trago a su copa.

Daba la sensación de que estaba a punto de finalizar la historia. Si apuraba y daba algún que otro trago largo, quizás podía lograr que le invitaran de nuevo.

—Yo en aquel instante experimenté el mayor miedo de mi vida. Creí que iba a morir. Cuando el sureño descargó el hacha, solo recuerdo pensar en mi padre. En concreto, en un consejo que me dio en su lecho de muerte. Me miró con seriedad. Llevaba ya unos días en los que no estaba muy lúcido y apenas reconocía a la gente. Ni siquiera a sus propios familiares. Pero aquel día abrió mucho los ojos y me dijo algo que me ha marcado para el resto de mi vida.

Otra pausa, esta era innecesaria. Pues al haber metido esa historia sin sentido cuando el sureño estaba a punto de darle un hachazo, había arruinado todo el ritmo de la narración. Alguno había empezado a removerse inquieto. Ya no estaban todos absortos en la historia. La interrupción vino acompañada del ya tradicional trago de vino. Vació su copa y se limpió los labios con la manga. Pareció que estaba a punto de pedir otra copa al público. Pero percibió que el interés decaía.

—Me miró y me dijo: “Hijo mío. Sangre de mi sangre. De tal palo tal astilla. Tú tan bueno como yo. Jamás te rindas. Jamás de los jamases. Lucha siempre hasta el final”. Tras ello, tosió por última vez y dejó de respirar. No narraré cómo lloré en su pecho. El mal trago que pasé durante el sepelio. Será mejor que volvamos al presente. O sea, al presente no. A un pasado más cercano.

«Pues había empezado bien, pero ¿qué mierda de historia es esta? ¿Sepelio? ¿Qué está diciendo? Igual le está afectando ya el vino».

Los demás clientes de la taberna parecían coincidir en la opinión del camarero. Alguno de ellos miraba a los lados, distraído. Incluso un niño que había acudido ahí con su padre abría la boca en un bostezo que daba muestras de su aburrimiento.

A pesar de todo, el soldado siguió narrando. Retomó la historia donde la había dejado antes de ese patético desvío y logró volver a captar la atención de la taberna.

—Lo dicho: El sureño se preparaba para golpearme con su espada larga. Ya veía cómo cortaba el aire, escuchaba aquel sonido sibilante que parecía ser una cuenta atrás del tiempo que me quedaba de vida. La sonrisa del malnacido extranjero se ensanchaba. Derrochaba puro placer. Avidez de sangre. En el último instante, tras recordar las palabras de mi padre, logré sacar la espada de mi funda. Con firmeza la sostuve y detuve el golpe del sureño. Las armas entrechocaron y reverberó un ruido metálico. La sonrisa de satisfacción se desdibujó. Para dejar paso a la duda. Muy pronto esa duda se convertiría en miedo, porque clavé con precisión mi hoja en su estómago. Recuerdo el ruido que hizo su boca. La sangre que brotaba, cubría su ropa y el acero de mi espada. Le sonreí antes de golpearle con la suela de mi bota. Para derribarlo y liberar mi arma.

«Es un poco irregular», pensaba el camarero. «No narra mal la acción. Es detallista y cruento. Comete errores de continuidad, eso sí. Antes el sureño le estaba atacando con un hacha, y ahora resulta que llevaba una espada. Pero bueno, es entretenido».

—Entonces fue cuando comencé a escuchar gritos de júbilo. Miré más allá de las almenas. Casi me brotan lágrimas de los ojos cuando vi que la caballería de Lanbasí había llegado. Estábamos salvados. Solté un grito, mezcla de rabia y alegría. Seguí dando muerte a todos los sureños que todavía permanecían en las almenas. No se había ido el sol del cielo y los gritos de triunfo de los defensores de la ciudad de Boten eran ensordecedores.

La taberna prorrumpió en aplausos. Todos estaban emocionados. Les había gustado el final de la historia. Hubo algún piropo y comenzaron a corear el nombre del soldado. Cada uno a un ritmo diferente, por lo que el camarero no logró descifrar cómo se llamaba. Tampoco le importaba. Era frecuente ver esa escena. Tras la victoria en la defensa de Boten, el orgullo de los ciudadanos se había multiplicado. Estaba de moda narrar historias sobre la batalla. A los participantes se les trataba como si fueran auténticos héroes. Iban de aquí para allá, mientras buscaban tragos gratis en las tabernas a cambio de historias como esas (algunos las contaban con más destreza que otros, este para nada era de los peores). Aunque los oyentes no hubieran combatido por ser demasiado mayores, estar impedidos o ser unos niños, se sentían identificados con aquellas narraciones. Como si de algún modo hubieran sido partícipes de las mismas y fueran un motivo para sacar pecho. En los últimos tiempos, ser botense era sinónimo de ser aguerrido y valiente.

—Y será mejor que no nos cuentes cómo lo celebraste, ya que hay niños delante —dijo un borracho tras dar un hipido.

Carcajadas. El camarero no entendía por qué los niños podían escuchar una historia que describiera de forma minuciosa un asesinato, pero no una en la que alguien se emborrachaba. O se drogaba. Bueno, hiciera lo que hiciera. No comentó nada. Nadie reparaba en que él no se reía ni daba muestra alguna de interés. Solo lo requerían para una cosa.

—Camarero, póngale de beber a este buen soldado lo que quiera.

—¡Otros dos vinos por aquí!

—¡Para mí una cerveza!

Sin rechistar, se afanó en su trabajo. Llenó los vasos correspondientes. Tuvo que agacharse para llegar al grifo del barril de cerveza. Eso le provocó dolor en la pierna derecha, y en no se sabe cuántas más partes de su cuerpo.

Con su cojera característica, fue a complacer a sus clientes. Estos habían formado varios corros en torno a las mesas y hablaban de temas banales. Dejó los vasos llenos de bebida. Pasó a retirarse, haciendo ruido con la suela de su bota en las tablas de madera.

—¡Tú, camarero! ¿Cómo te llamas?

Lo había dicho un hombre de pelo rubio y unas gruesas cejas. Estaba sentado en una silla y apoyado en un tonel, que hacía la función de mesa. Fumaba de una pipa y en ese momento exhalaba unos anillos de humo. Con destreza y hasta delicadeza. Como si tuviera mucha práctica y lo hiciera casi sin pensar. En cambio, el camarero sí tuvo que pensar la respuesta. Todavía nadie le había preguntado su nombre. Bueno, igual creían que se llamaba Camarero, porque todo el mundo se refería a él de ese modo.

—Alteh —respondió al final.

El hombre levantó sus pobladas cejas y dio otra calada a su pipa a la vez que entrecerraba los ojos. El resto de la taberna pasó a escuchar la conversación, como si estuvieran interesados en conocer más de aquella persona que se dedicaba a servirles la bebida.

—¿Alteh? Suena bien y a la vez… es extraño. No sé explicarlo. Es como una contradicción.

—Será que vas borracho —dijo otro hombre que el camarero creía que se llamaba Bilus. Alguna vez había escuchado que lo llamaban así.

—Puede ser —contestó el hombre de la pipa a la vez que se ruborizaba. Como si le diera vergüenza que la gente supiera que se emborrachaba. Como si no quedara patente cada vez que llevaba más de media hora en “La Langosta Roja”.

Aquella noche no había bebido tanto como de costumbre. Si lo hubiera hecho, no podría articular palabra. Al menos una palabra que el resto llegara a entender.

—¿Tu nombre significa algo? —preguntó un hombre que parecía sereno y estaba acompañado de su hijo, que tenía alrededor de diez años.

—Sí —respondió con voz queda mientras notaba la pesadumbre invadiéndolo. Miró hacia el suelo—. Ya lo creo que significa algo.

No repararon en su reacción triste. O les dio igual. Quizás esto último era más probable.

—Nunca nos has contado cómo acabaste con esa cojera. ¿Te pegaron los Púrpuras? ¿Participaste en la batalla? Cuéntanos. Seguro que es interesante.

Alteh (aunque en verdad no se llamaba así) dudó. El público comenzó a insistir. Golpeaban en las mesas con el culo de sus vasos. Pedían que se arrancara.

—¡Venga, cuéntalo!

—Ya casi eres como uno más de nosotros. Aunque te envidiamos. La mayoría pagaríamos por poder estar tanto rato en el bar. ¡Y tú cobras por ello!

Todos rieron. Salvo Alteh, que seguía debatiéndose. Quizás lo mejor era contar una historia. Cualquier historia. Si no lo hacía era posible que sospecharan algo raro. Tenía que contar algo creíble. ¿O tal vez no? Cuanto más rocambolesco fuese, quizás menos se lo creyeran. ¿O no era así? Igual era lo que esperaban de las historias. Que aplicasen la sencillez y a la vez la magia que faltaba en la vida real. Tampoco sabía si era muy buen contador de historias, y no tenía mucho tiempo para pensar. Así que decidió contar una de verdad.

—Cuando llegué a Boten, yo ya estaba así.

Dudó. Dio tiempo a que el público hiciera una nueva pregunta.

—¿Y qué pasó?

—¡Ya sé! Te torturaron en tu tierra, ¿verdad? No te ofendas, pero dicen que los sureños son unos brutos de cojones. Bueno, no creo que te moleste, si estás aquí es porque has sido repudiado de tu tierra. O les repudias tú a ellos.

—A mí me han dicho que cuando alguien comete un pecado, según el río ese que tienen, lo llevan al desierto, le rompen las extremidades y dejan que allí acabe muriendo, hasta ser pasto de los animales. Dicen que hay unos tigres muy fieros de color negro.

—Son leones de color blanco —respondió Alteh, que no quería que los clientes hablasen más. Aunque le diese tiempo para pensar, lo incomodaba—. Eh… No, no fueron los sureños.

Un murmullo de decepción se escuchó con claridad.

«¿Por qué no he dicho que me pegaron los Púrpuras? Hubiera sido más fácil».

Ya era tarde, así que contó la historia que llevaba en mente.

—Cuando era joven me gustaba montar a caballo. Un día hubo algún problema con la silla. La cincha se rompió y yo caí al suelo en pleno galope. El animal me pasó por encima. Pisó mi pierna con una de sus pezuñas y me dejó con esta cojera de por vida.

Se hizo un silencio breve. Luego hubo algunas palabras que mostraban resignación. No les había impresionado.

—Podía haberte matado —comentó el padre del niño.

—Sí, la verdad es que podía haberlo hecho. Pero no lo hizo.

Dejaron de prestarle atención y se enfrascaron en sus propias conversaciones. Alteh regresó a su lugar, detrás de la barra, a la vez que arrastraba el pie derecho. Era casi inútil. Si se lo cortaran, tampoco habría mucha diferencia.

El resto de la velada transcurrió con normalidad. Los clientes bebían hasta que se marchaban. Conversaban y alguno de ellos se arrancó con algunas historias. Alteh no las escuchó. Fregaba los vasos y ponía orden en unas botellas que ya estaban ordenadas. Pero con algo había de entretenerse. Poco a poco, la taberna se vació. Tan solo quedaban Alteh y el hombre de la pipa. Quien chupaba su artilugio, pese a que estaba apagado. Él no se daba cuenta y hacía una formación en “o” con sus labios para expulsar un humo inexistente. Ya hacía rato que también daba sorbos a un vaso vacío. Era costumbre que fuese el último en abandonar el local.

Alteh aprovechaba esos momentos para terminar de recoger. Pasaba el trapo húmedo por todas las mesas y sillas. Luego recogía estas últimas.

Cuando ya no le quedaba nada más por recoger, se dirigió hacia el hombre de la pipa. Posó una mano en su hombro, en señal amistosa. Este lo miró con los ojos entrecerrados.

—¡Coño! Si eres… Alta has dicho que te llamabas, ¿no?

Alteh no corrigió su error. No importaba, no se iba a enterar.

—Estoy cerrando. Debes ir a casa.

—¿Ya? ¿Tan pronto? —Miró hacia los lados en busca de otros clientes, aunque lo más seguro es que no viera nada de nada.— Bueno, cada uno tiene sus horarios.

Se levantó. Sin esfuerzo alguno. Más que nada porque lo levantó Alteh. Lo llevó hacia la puerta y se despidió de él en cuanto puso un pie en la calle. Las antorchas eran lo único que iluminaba la fría calle. El hombre dio un tambaleo, trató de andar y terminó chocando con una pared. Se apoyó en ella y, gracias a ese sostén, pudo continuar con su travesía.

Alteh cerró la puerta. No se preocupaba mucho por la salud de aquel hombre. Siempre se iba en unas condiciones bastante similares. Al día siguiente, regresaba a la taberna. Ahí estaba como un clavo al caer el sol. Así que suponía que se valía sin ningún tipo de ayuda.

Emitió un suspiro. Cogió una vela que había en un tarro y la utilizó para guiarse de camino a su habitación. Fue al fondo de la taberna y comenzó a subir las escaleras. Cada escalón que subía provocaba dolor en su pierna y en sus riñones. Entró en su pequeña habitación y se sentó en el jergón, que hizo un chirrido. Alteh estaba entre abatido y cansado después del duro día de trabajo.

Aunque no tenía sueño. Se quedó pensando en la historia que les había contado a los clientes del bar. Si ellos supieran la verdad, si ellos supieran que había pasado la noche de la batalla tirado entre un mar de cadáveres mientras contemplaba las estrellas y aguantaba un dolor atroz.

Si conocieran que tuvo el veneno, la salvación para acabar con su sufrimiento, dentro de su boca. Lo había saboreado, estuvo a punto de tragarlo. Pero terminó escupiéndolo. Hubo momentos en los que se arrepintió. Se vio tentado de lamer el suelo, a ver si de ese modo su lengua captaba el veneno y ponía fin a todo. Ya era tarde.

Si ellos fueran conscientes de que había tardado dos días en poder moverse de forma digna; en andar, de aquella manera, hasta la ciudad de Boten para penetrar en sus calles. En borrar las líneas que lo delataban con su propia saliva. Por suerte, la cantidad de barro que acumulaba su traje no hizo necesario que fuera desnudo.

Esa gente desconocía el tiempo que había estado viviendo como un mendigo. Cómo había tratado de robar. Sin éxito la mayoría de las veces. Y con éxito, en un par de ocasiones. Solo para tener algo que llevarse a la boca. Un mendrugo de pan duro, una fruta semipodrida. Las noches que pasó al raso. Muerto de frío. Él, quién iba a decir que terminaría así. Hasta que llegó el día en que se cruzó con un alma caritativa. Una mujer joven, de pelo rubio y de ojos verdes y brillantes. Era guapísima. O eso le había parecido a él. Cuando notó en su mano las dos duras monedas de plata que le dio la chica, casi rompió a llorar.

No tenían ni idea de lo que le había costado llegar a “La Langosta Roja”. Con sus miembros entumecidos, el estómago rugiendo y varios cortes todavía sin curar. Con una más que probable infección. El aire gélido le hacía daño, pero no dejó de avanzar. Hasta que pudo llegar a la puerta de la taberna y abrirla. El calor y las risas le inundaron. Risas que se interrumpieron en el momento que vieron qué hacía aparición en la taberna. Esto último sí lo sabrían.

Las caras que pusieron al verlo ir hacia la barra. Entre la lástima y la curiosidad. Trató de hablar con un posadero que lo miraba con gesto compungido. Dejó las dos monedas de plata sobre la barra. El posadero las cogió con presteza y pasó a atenderle. Le dio de comer. ¡Hasta le permitió darse un baño! Le dio ropa para sustituir los andrajos sucios que en otro tiempo habían sido de un color oro imponente.

No sabían, esto sí que no, que luego el posadero habló con él. Pero no le hizo muchas preguntas. Parecía que verlo en esas condiciones era suficiente para que se apiadara. No quiso saber su historia. Le ofreció trabajo. Le dijo que podía quedarse en la posada. ¡Trabajo! ¡A él! Nunca una oferta tuvo tanto de insulto y de regalo al mismo tiempo. Aceptó, pues no le quedaba otra. Tras unos días en los que se había estado recuperando de las heridas, la clientela del bar conoció al nuevo camarero. No repararon en que aquel sureño cojo era el mismo ser que había entrado en la taberna unas noches atrás. Cubierto de mierda, en unas condiciones infrahumanas. A punto de morir. Y si se dieron cuenta, no dijeron nada.

Quizás alguno lo sospechara. Sí, tal vez. Lo que nadie se podía imaginar era que aquel hombre que les servía la bebida antaño había sido el Gran Señor Ogrime.

¿Cómo lo iban a pensar? Casi no lo creía ni él mismo.

Se desvistió y se metió en la cama. Se cubrió con las mantas. Sopló para apagar la vela de la mesilla y todo se oscureció.

Lloró. Era lo que hacía siempre hasta quedarse dormido.

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