PUBLICACIÓN LA PRISIÓN DE LOS SENTIMIENTOS

No tengo ni idea de qué poner en estas situaciones. Pero ni la más remota idea. Me parece demasiado soso compartir esto y decir: ¡Ya está aquí el libro! Que no deja de ser un resumen muy acertado de la situación, sí. Quizás es demasiado breve y se pierde entre el océano de información que son las redes sociales hoy en día. Necesito algo que sea más llamativo, que atraiga la atención de la gente y que decidan comprar el libro. O al menos hacerme un poco más de caso que a otros.

En fin, ¿por qué os contaba esto? Es que estoy algo despistado. Ah, sí, lo del libro que sale mañana (14 de junio de 2024, que no sé cuándo vas a leer esto. Y vivo en La Tierra, esa es la fecha del calendario gregoriano, por si acaso lo comento, que yo no me cierro puertas). ¿Ves? Me he vuelto a despistar.

Vayamos al grano. Yo hubiera subido una foto cutre a Instagram con el enlace de compra, y me hubiera quedado tan pancho. Pero por lo visto ahora hay que hacer marketing. Me lo dijo el otro día un amigo, y yo me reí; le contesté: marketing, claro, ¿cómo no lo voy a hacer?

No sabía qué cojones me estaba diciendo, porque yo de inglés tampoco tengo ni puta idea. De casi nada en general. De fútbol y de El Nombre del Viento podemos hablar largo y tendido, pero de poco más. El caso es que, cuando me fui a casa, busqué lo que era el marketing ese. Pues resulta que es un anglicismo. Yo pensaba que era una palabra rara del argot este de los de Tik Tok, pero no. Me informé y saqué la conclusión de que era algo así como engañar a la gente. Hacer que se fijen en ti y te tiren el dinero a la cara. Crear una imagen positiva.

Fácil, pensé yo (siempre pienso lo mismo de todo al principio). Planeé fijarme en los mejores en ese sector y copiarlos con total descaro. Así que había ideado unas frases rompedoras que eran: Ya tienes aquí tu fucking libro, bro. Ideal para después de hacerte unos fucking burpees. Te lees un lamento de Efe y, acto seguido, una flexión.

Luego me di cuenta de que hay que buscar un público objetivo para tu producto y esa gente no lee mucho. O sin el mucho.

Vino el dilema: ¿qué demonios hago? ¿Me hago el gracioso? Uy, no, por favor, si yo no tengo gracia. Ya sé: "Este libro es el mejor del mundo". Nah, lo descarté por pretencioso (y por simple y cutre). Ah, sí. Publicidad agresiva: "Si no compras este libro es que eres gilipollas". No, no me pega ir de chulo por la vida. Así que también eliminé la opción de ir amenazando a la gente.

Le seguí dando vueltas al tema, y eso es terrible. No se le puede dar cuerda a mi cerebro, es fácil que acabe con pensamientos como: "Realmente, ¿le importa a alguien lo que subas?". Y eso, que en un principio fue aliviante, tardó escasos segundos en tornarse en angustioso.

Es verdad, me dije yo. A nadie le importa lo que hago. ¿Qué más da lo que suba o deje de subir? ¿Importa acaso que publique algo? Quizás solo les parezco un pesado, alguien raro. Correrán a dejarme de seguir. O se burlarán de lo malo que soy escribiendo. Y sí, se abrió la caja de Pandora. Mi mente maquinaba las peores formas de humillarme, diciéndome cosas terribles. Ponía pensamientos en la cabeza de otros que solo alberga la mía. Me sentí un fracasado. Luego, creí tener síndrome del impostor. Pero para ser un impostor, primero hay que tener éxito. Así que volví a ser un fracasado a secas. A la tristeza y la autocompasión las siguió la ansiedad. Entré en pánico. "¿Y si no vale para nada?". Nervios. "¿Todo lo que he hecho es una mierda?". Latidos frenéticos. Pupilas dilatadas. Temblores. "¿Quién soy yo?". "¿Qué soy?".

El corazón seguía latiendo desbocado. El pulso, descontrolado. Casi no podía tenerme de pie. Creí que me desmayaba. La visión borrosa. Me agarré a la mesa de mi habitación. Y entonces lo vi. La calma me inundó, se abrió paso por mi sangre y abrazó la ansiedad hasta que esta remitió. Como el viento que deja de soplar después de una tormenta. Como el arrullo del agua tranquila que baja despacio por un riachuelo.

Había visto un libro, y este me hizo recordar. No me dio la respuesta de qué soy ahora, pero sí la de qué quiero ser en el futuro. Así que vamos allá:


Volvía a ser de noche. En el pueblo de Cariñena reinaba el silencio. Un silencio triple. Todos ellos podían ser escuchados por la misma persona; por aquella que deambulaba con el paso rígido y lento del que no sabe por dónde pisa. Estas personas colocan sus pies con temor, como si el suelo se fuera a abrir para engullirlos. Posan primero la puntera, con mucha delicadeza, queriendo comprobar que se mueven por terreno firme. Aunque también caminaba con determinación, todo hay que decirlo. Cuando apoyaba el talón, lo hacía con la fe del que ve una luz que lo guía a su destino. Como si quisiera reclamar ese trozo de suelo para sí mismo.

Ahora hablemos de los silencios que se tejían alrededor del hombre. El primero de ellos era el más tenue, apenas se oía, como la voz de alguien que no se da importancia. Pero para el hombre era el que mayor ruido hacía. A veces, se debía tapar los oídos. Escuchaba los infaustos recuerdos del silencio como un chillido estridente. Mordían su piel y se adherían a él. Eran las cargas de su pasado, que se sabían muertas y querían influir en su presente. Y por tanto, en su futuro. El hombre no sabía que solo había que ignorarlas, que entonces morían. Agitaba las manos en el aire, como queriendo apartarlos. No se daba cuenta de que su enemigo era él mismo. A veces, conseguía ignorarlos. Muy ufano, cuando veía que estos se callaban, corría a esconderse en una habitación. Cerraba la puerta, confiando en que quedaran afuera, que no pudieran llegar al pomo. Que fueran incapaces de colarse por las rendijas de la puerta. Que solo llamaran desde fuera con su voz débil.

Suspiraba aliviado; no sabía que en ese momento aparecía el segundo silencio. Este era más sonoro que el primero, aunque él no podía distinguirlos. Este silencio no era como una voz débil, sino como el viento susurrante que mece las hojas de otoño. Las agita, hasta que caen del árbol que queda desnudo, sin saber que es solo el paso para florecer de nuevo. Era el silencio del presente. El hombre creía que era el hijo del primero, pero estaba equivocado, muy equivocado. El segundo no mordía su piel, era más inteligente, quería ganarse su confianza, así que lo abrazaba mientras guardaba un cuchillo en la manga. Esperaba el momento oportuno para clavarlo y que no apareciera el tercero. Al oído le decía todo aquello que debía pensar, pues era la realidad. Era el silencio de la obsesión por las cosas que al resto no le importan. Era un silencio infeliz, ávido de extraer cualquier gota de alegría de un cuerpo ajeno. Y el hombre dejaba que lo hiciera, de modo que retardaba la aparición del tercer silencio. Se quedaba con el segundo, agradeciéndole todo lo que hacía por él, justo en el instante en que este sonreía. Seguramente, nunca habéis visto sonreír a un silencio; lo hace sin emitir ruido, y, en este caso, con malicia. Con toda la que tiene alguien que clava un cuchillo por la espalda.

Y aquí nos vamos a detener. En el momento en el que el segundo silencio está a milímetros de traspasar la piel del hombre. De tomarlo para sí. Si no lo hiciéramos, nunca llegaríamos a conocer al tercer silencio.

Este ni siquiera está en otra habitación. Está en otra casa erigida sobre los cimientos de la antigua, allí donde quedaron los otros dos silencios, perdidos para siempre. El tercer silencio es el más sonoro, aunque es el que menos escucha el hombre. Se muestra como un rayo de sol abriéndose paso en la oscura noche. Como la luz de un faro para un marinero perdido en el mar de los recuerdos. Es el silencio de los sueños que aún están por cumplir. El del futuro. Es ahí donde está nuestro hombre envejecido, quien camina pisando con toda la suela, reclamando el mundo para sí. El silencio ni lo muerde ni lo abraza, lo acaricia como una suave brisa de primavera, canta en su oído como un pájaro en el fin de la tempestad. Lo acompaña hasta llegar a su habitación. El hombre rebusca por los cajones hasta hallar su bien más preciado. Observa sus imperfecciones, pues él conoce todas de memoria, pero le da igual. Mira al suelo, allí donde yacen el resto de sueños rotos que un día brillaron como una estrella antes de apagarse. Los recuerda con cariño, pero ahora solo se centra en el que tiene en las manos. Pasa sus dedos por la cubierta, lo abre y acaricia sus hojas. Las letras están impresas para perdurar, pero donde siempre permanecerán, será en su memoria. Allí están escritas con tinta indeleble, con la sangre y el sudor que costó que hablaran; que cantaran y bailaran al ritmo de la música.

Al compás de la melodía que engulle los tres silencios; que envuelve al hombre y le canta el estribillo. Le susurra a gritos la verdad, la que no quiere escuchar, la que desea que no exista. Aunque al final, ha de afrontarla. Él es el creador de los tres silencios. Solo viven en su cabeza. Lo comprende, y entonces todo desaparece. Los silencios, los sueños rotos, los recuerdos del pasado, los miedos del presente. Se desvanecen como humo arrastrado por el viento. La quietud lo invade, como si nunca hubieran estado allí. Mira alrededor, como si viera el mundo real por primera vez. Y ahí queda él junto al libro que reposa en su mano y el sueño que brilla con más fuerza que nunca.


 


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